Un no al ingreso de Ucrania en la Unión Europea – sea éste exprés o por el procedimiento normalmente establecido – no es de ningún modo un no a Ucrania, sino un ejercicio de cordura y sensatez, en medio del clima de barbarie y sinsentido en el que estamos sumergidos en Europa desde hace dos semanas.

El ingreso de cualquier país a la UE no es un tema menor. El país candidato debe adaptar su economía al mercado interior y su legislación al derecho originario y derivado de la Unión Europea, lo que suele acarrear largos años de negociación, que de hecho no es tal, puesto que el aspirante no tiene capacidad negociadora real y su papel se circunscribe a la mera adopción de todas las condiciones que le imponen sus futuros socios, hasta poder convertirse en miembro de pleno derecho.

Una vez dentro del club, el nuevo socio tiene voz y voto en todas las decisiones que adopta la Unión en aquellas materias que son de su competencia. Es decir, pasa a decidir, de acuerdo con el peso relativo que le es asignado, no solo sobre cuestiones que son de su estricta competencia y afectan solo a sus nacionales, sino también sobre aquellas otras que afectan al resto de la federación europea y sus ciudadanos.

En la Europa de los 15 los estados miembros compartían claramente y sin fisuras una serie de principios y valores que guían a la Unión, fruto de su larga tradición democrática, respeto a los derechos humanos y pluralismo político. Con la entrada de los países del centro y este de Europa – y si bien éstos debieron asumir dichos principios y valores como propios – la cosa en cierto modo ha cambiado y la situación ya no es exactamente la misma, como se ha visto recientemente y de modo paradigmático en la adopción del mecanismo de condicionalidad contra Polonia y Hungría por vulneración del estado de derecho. Y en muchos otros ejemplos protagonizados por los países integrantes del Grupo de Visegrado y otros.

En general, en buena parte de los doce nuevos miembros que ingresaron a la UE desde el año 2004, no existen o no se aplican los mismos estándares que en la Europa de los 15 en relación, entre otros, con la independencia del poder judicial, el respeto a la libertad de prensa y el pluralismo político, o la lucha contra la corrupción. Mientras que, por otra parte, sus ciudadanos suelen tener posturas sustancialmente diferentes que los europeos occidentales frente a cuestiones como la igualdad de género, los derechos LGTBI o el respeto a las minorías. El telón de acero político ha caído, pero la mentalidad todavía separa a personas que comparten un mismo pasaporte europeo.

Mucho se ha escrito y debatido sobre si la Unión hizo lo correcto al abrir la puerta de par en par a todos esos países que en su mayoría no solo provenían del antiguo bloque comunista, sino que además tenían – y tienen – su propio sistema de valores y tradiciones, diferentes a los que existen en Europa Occidental. El deseo de expandir las fronteras de la UE y los beneficios del libre mercado y la democracia liberal hizo que los estándares que se exigieron no fueran todo lo sólidos que deberían haber sido. Hoy lo estamos viendo en los ejemplos antes descritos y bien haríamos si aprendiéramos la lección de cara a futuras ampliaciones.

Desde 2017 rige un Acuerdo de Asociación entre Ucrania y la Unión Europea, y ya en 2014 se había creado la Zona de libre comercio de alcance amplio y profundo (DCFTA por sus siglas en inglés – Deep and comprehensive free trade area), lo que había acercado el país a la Unión y su mercado interior. Pero el camino de la adhesión, y el de conseguir el estatuto de país candidato, distaba mucho todavía de ser una realidad antes de que Putin decidiera descargar toda su rabia sobre el país hermano de Rusia.

Ucrania, a pesar de tener un gobierno pro europeo y haber hecho avances en los últimos años, es un país que no solo está todavía alejado de los estándares políticos, económicos y de calidad institucional de la Unión Europea, sino que presenta serias disfunciones en su interior, amén de amenazas externas, como se ha visto a lo largo de su historia reciente (desde la Revolución Naranja en 2004-2005 hasta el Euromaidán en 2013, pasando por la ocupación de Crimea por Rusia en 2014 o la guerra en el Donbás desde ese mismo año).

Parte de su población, sobre todo en el este y sur del país, se muestra o se mostraba reacia al acercamiento a Occidente y sentía una cercanía mayor a Rusia, algo que a buen seguro cambiará una vez acabe la actual guerra, pero que no se debe dejar de tener en cuenta a la hora de plantear un posible ingreso del país en la UE.

No es momento el actual, con Ucrania luchando por su supervivencia como país, para plantear nuevas ampliaciones, sino para estar a su lado prestándole todo el apoyo que sea necesario, como ya indicamos aquí en nuestro artículo “Adiós Putin” el pasado 27 de febrero. Más adelante, cuando la guerra haya acabado, ya se podrá analizar con calma qué tipo de relación queremos tener con dicho país, pero siempre teniendo en cuenta los intereses de la Unión para no poner en peligro su cohesión interna, sus principios, valores y modo de vida, y su seguridad frente a las amenazas externas. Y prestando atención también, cómo no, a los intereses y deseos de los propios ucranianos y el de sus países vecinos, para no caer en ciertos errores cometidos en el pasado y para que el camino que se escoja resulte estable y beneficioso para todos.